Alejandro Merello
Y es que este afán de la izquierda por legislar cuanto a ellos se les antoja como primordial, crea estos agravios comparativos. Ayer, camino a casa, me crucé con un señor mayor -al menos mayor que yo-, que repartía su equilibrio a dos manos. Con la derecha asía firme, pero con cariño a una niña pequeña que a penas se mantenía en pie, imagino que su nieta, y con la otra controlaba a un perro de esos conocidos antaño como “falderos”.
Mientras contemplaba la entrañable escena familiar, se me vino a la cabeza un pensamiento algo macabro, entiéndame, más irónico que macabro: llegado el caso, ¿a cuál de los dos sería más “fácil” practicar la eutanasia, al abuelo o al perro?
Y es que este afán de la izquierda por legislar cuanto a ellos se les antoja como primordial, crea estos agravios comparativos. En la mayoría de los casos, sobre materias ya legisladas por otras normas o sobre aspectos no fundamentales o ni mucho menos, urgentes.
Si es que hemos llegado a unos términos en los que resultará más fácil abortar a la edad de dieciséis años sin el conocimiento ni consentimiento paterno que adoptar un perro, ¡que para eso hará falta un cursillo! ¡Ah! y entiéndase el término “paterno” como de padre y madre, no se me ofendan los progres... que ya lo deja claro la Real Academia de la Lengua, pero como esa está continuamente siendo pateada, no vaya a ser que se le escape entre patada y patada.
¿Dónde ha quedado aquello de que mi derecho acaba cuando empieza el del otro?, ¿qué pasa, que yo por mi conciencia puedo acogerme a la Ley de Eutanasia, pero tú, médico, no puedes acogerte por la tuya a la libre elección de objetar a practicarla?, ¿que tú puedes, por libre elección, abortar, pero yo, médico, no puedo objetar a practicarlos? ¿Qué pasa, que tu conciencia es mejor que la mía? ¿Y eso quién lo decide?, ¿ellos?, ¿ellas?... ¿elles?