MIGIUEL ÁNGEL RINCÓN PEÑA
Aún quedan días de verano, canturrea un niño que se resiste a que los días azules formen ya parte del pasado. Ese niño, que somos todos, no quiere echar de menos el sabor de la sandía fresca, la sensación de libertad al nadar junto a la orilla, el poder hundir sus pies en la arena, jugar en las plazas hasta que venga el sueño, oír el canto de la cigarra, o el latido profundo de la sierra estremeciéndose al atardecer…
Aún quedan días de verano, pero pocos, y los niños, sentados en los zaguanes, se preguntan quién les robó el calor asfixiante de las tardes y el liviano frescor de las noches estivales; quién les arrancó de cuajo las picaduras de los mosquitos, las canciones de estribillo fácil de la radio, las siestas interminables en la cama de los padres. Quién, quién nos devolverá todos los veranos perdidos…
Aunque ya entró septiembre, la niña aprovecha para lanzar la piedra en la rayuela pintada con tiza en mitad de la calle. La pequeña llega hasta el ‘cielo’ y regresa a la ‘tierra’ sin perder el equilibrio. Sus amigas la miran y aplauden. A la hora de la merienda, corren todas calle abajo en busca de sus casas y del pan con chocolate. Las tardes ya no arden como días atrás, y un vientecillo mueve tímidamente las cortinas y los pétalos de las flores de las macetas.
Los gatos lo saben, tumbados a la sombra de los patios saben que los días están menguando y que pronto caerán las hojas de los árboles. Saben que falta poco para que esos niños que corretean ahí afuera vuelvan a la rutina, a sus quehaceres infantiles. Los gatos saben que pronto acabará el verano y el azul dejará su sitio al ocre. El canto de la cigarra será silenciado por la herrumbrosa voz de las primeras lluvias. El campo agradecerá la lluvia temprana, y los niños la maldecirán entre dientes sentados al otro lado de las ventanas.
Ya quedan pocos días de verano, pero aún aguanta el sol sobre las torres de Santa María y San Pedro, dorándolas como dos faros costeros en la atalaya de la sierra.
El verano se va escapando sin querer, lamiendo los tejados de las casas bajas del pueblo. Las hojas de los naranjos se quedarán afligidas, y risueñas y esperanzadas las aguas del lago.
“¡Ya no llores, verano!, en aquel surco / muere una rosa que renace mucho…” escribía César Vallejo, seguramente, por septiembre.