La perdí demasiado pronto. A los 13 años. Cuando mis compañeros de recreo jugaban, como es normal, al fútbol y soñaban con el último videojuego para Reyes, a mí no se me ocurría otra cosa que pedirme un libro titulado La España en que yo creo, de un tal José María Aznar. Y qué queréis que os diga, que yo, en mi candidez por entonces aunque no del todo inmaculada, me acabé enamorando perdidamente de ese partido que encabezaba aquel señor del bigote que una mañana de abril intentó cargarse la ETA. En primer lugar me enamoré porque de aquellos discursos de entonces se desprendía por todos sus poros gramaticales que a la política había que llegar, ante todo, a dar ejemplo. Y eso en un país azotado por una corrupción política, económica e institucional tan superlativa que era imposible mayor grado, so pena de reventar por los aires el estado, ya era toda una declaración de principios que yo, con apenas años a mis espaldas, empezaba a comprender como el requisito imprescindible para ser político. Claro que con el paso del tiempo me di cuenta, hasta qué punto, los cantos ideológicos, de ética y de estética de aquel Aznar de la oposición al felipismo eran de pura y dura sirena, aunque el proyecto que presentaba aquel entonces el PP se resumiese en 10 puntos clave que el propio José María explicó en el congreso de la alternativa definitiva en el partido, allá por 1990, en Sevilla. Porque, insisto, no solamente se hablaba de ética, sino también de estética, algo clave en la vida social y política de un país. ¿Qué es de la ética sin estética?, muchas veces algo hasta denostado. ¿Y qué es de la estética sin ética?, muchas veces algo hasta adorado. Pero yo, lo reconozco, me enamoré sin reservas y hasta la entrega total de aquel Partido Popular que hablaba de la regeneración de la vida democrática, de la independencia de los medios de comunicación, del respeto a la libertad de los ciudadanos y periodistas, de la necesaria independencia, también, de la justicia, y de un proyecto común y ambicioso de algo llamado España y de a través de algo llamado español. No hace falta que os diga lo que pasó luego, lo que me pasa hoy. Me miro en el espejo y me veo con un corazón totalmente roto porque el amor se volvió desamor, porque la rutina, el tiempo, el poder y el despotismo, nos hicieron enemigos y abrió un abismo entre yo y aquel partido al que un día ya algo lejano, quién sabe si de invierno o de primavera, entregué mi vida entera y mi virginidad. Política, claro está.