Pero no. Este año, al espíritu le han salido alas y ha cobrado superpoderes -será porque estaba en un cajón y no en el congelador junto a los fantasmas- y se ha ido colando, sin ruido, atravesando puertas y paredes, a pesar de sus articulaciones anquilosadas y de su sonrisa enmohecida. Se ha ido filtrando en unas cuantas llamadas de teléfono de felicitación sincera -difícil, pero no imposible-; en un taxista solícito en ponerme la música deseada y alegrarme un día de lluvia -y en buscarme, además, la factura del viaje una semana después de haberla perdido-, en una conversación llena de afecto y risas, en una visita inesperada o en el mueble del salón de mi Charo, donde al lado de las fotos de todos sus nietos sonríen también las de mis hijos.
Sin invitación oficial, sin fotografía de recuerdo, sin aplausos, sin permiso, posiblemente sin vocación de permanencia, y con mucho, pero mucho trabajo, ahí está: entre las figuritas de un Belén recuperado de una inundación, limpio y pegado con ilusión por una niña, en una tarde de chocolate con churros en Juvelandia, en un abuelo grabando sin gracia y sin instrucciones con una cámara nueva, en el cuento de mi amiga Isabel a un perro abandonado con muleta de plata, en la búsqueda de un vaso de coca-cola en una fiesta de barriada rural o en los planes de compartir la propiedad de algo,.. ¡qué puñetero!