Obviamente me refiero a la estampa de los presidentes de los Estados Unidos, saliente y electo, y sus respectivas esposas, saludándose sonrientes en la escalinata de la White House. Más vencido por lo que su imagen representa que por los propios votos, no olvidemos que en Estados Unidos la misma persona no puede permanecer en la presidencia más de dos mandatos seguidos, Bush pasará a la historia por unos cuantos de sus despropósitos; y, sin duda, por convertirse en el último de una saga, de un cierto modelo de mandatario, y no lo digo por ser hijo de un presidente anterior, ya que no ha sido el único en ostentar ese privilegio, antes hubo otros hijo y padre, primos y hasta abuelo y nieto.
Sin entrar en los resultados de las elecciones, de los que ustedes estarán hartos, en las encuestas previas y posteriores, por estados, por famosos, y hasta a nivel local, y en la osadía de quien internamente en un partido había dado a elegir a sus compromisarios entre “una mujer o un negro”, prefiero quedarme con la imagen, sencilla y elocuente para los ciudadanos de a pie, de dos estilos, dos significados, dos modos de ver la vida y de ser vistos: el talle alto, rojo apasionado, pliegue atrevido del vestido, sonrisa abierta de dientes blanquísimos; el talle a la cintura con estrecho cinturón, marrón chocolate, esbozo de sonrisa sin separar los labios, corte casi Doris Day.
Y no lo vean como algo baladí. No puedo estar de acuerdo en eso de que una imagen vale más que mil palabras. Vivo de éstas. Pero estén seguros de que ésta lleva detrás toda una historia, escrita y por escribir. Lo del color de los vestidos tiene mucha más miga de la que parece. Y él además es zurdo, un superviviente.