la enésima reforma de la Ley de Extranjería ha pasado sin pena ni gloria.
la enésima reforma de la Ley de Extranjería ha pasado sin pena ni gloria. Entre Alakranas, Sitel, obispos excomulgando a pecadores proabortistas y la anestesia general del personal, una vez más se criminaliza la inmigración, se limitan derechos y se pierde, en definitiva una ocasión más para abordar una ley de inmigración que considere a los inmigrantes como lo que son: nuevos ciudadanos en lugar de mano de obra al servicio de la coyuntura económica.
Lo cierto es que no alcanzo a entender que es lo que ha conseguido el Gobierno con esta reforma. Si lo que se pretendía era un acuerdo con el PP para presentar la política de inmigración como un pacto de Estado, objetivo reiteradamente anunciado, a la vista está que ese objetivo no se ha conseguido. Por el contrario, el PP ha aprovechado para desmarcarse y endurecer su discurso sobre la inmigración. Los intentos que se hagan en esta dirección son, en mi opinión, baldíos, es una presa electoral demasiada jugosa para que la suelten.
La nueva ley amplía el internamiento de los inmigrantes sin papeles hasta sesenta días, limita la reagrupación familiar y sigue sin dar una solución adecuada a la dolorosa situación de las mujeres inmigrantes víctimas de violencia de género, a las que se les seguirá incoando expedientes de expulsión, por mucho que es verdad que la ley contempla permisos provisionales. Es verdad que también podemos hablar de algunos elementos positivos como el reconocimiento de los derechos y libertades de reunión, manifestación, asociación y huelga, con independencia de la situación irregular, una modificación que es consecuencia de una sentencia del Tribunal Constitucional. Faltaría más, ahora que tanto se habla de la Constitución para dilucidar sin Cataluña es o no nación, que nos olvidáramos de las personas y sus derechos fundamentales.
Pero más que la Ley de Extranjería, cuenta el efecto que produce en la opinión pública los debates en torno a ella. Y especialmente en un momento como el actual de crisis económica, donde la mayoría de la clase política sucumbe a la tentación de presentar a los inmigrantes como mano de obra excedente.
En nuestro país seguimos instalados en un discurso sobre la inmigración como problema, con un enfoque de ley y orden, en lugar de como desafío o reto que es también factor de progreso. Los movimientos migratorios siguen vinculándose al efecto llamada y a legislaciones a la defensiva, y poco se habla del efecto salida y de las condiciones de subdesarrollo que vive gran parte del mundo. En realidad, sí hay un efecto llamada, pero no el que deriva de políticas presuntamente permisivas, sino el de las economías sumergidas perfectamente acopladas en nuestros sistemas de mercado.
La diversidad cultural, aclamada dentro del lenguaje políticamente correcto como positiva, sigue en el fondo viéndose como un problema que amenaza a las múltiples identidades patrias. En pleno proceso como estamos en el que cada autonomía blinda sus señas de identidad, esto de la inmigración, es vista por muchos como un riesgo de perder los rasgos diferenciadores, ¡menudo drama! Auguro que el contrato de integración valenciano será emulado por otras comunidades autónomas, ya saben ese documento que los gobernantes valencianos han ideado para que los inmigrantes se comprometan por escrito a asumir “nuestro modelo de convivencia y nuestra escala de valores” (en el caso del gobierno valenciano, mejor no entremos en detalles sobre el listado de valores). En fin, hasta la próxima reforma.