Va cayendo la noche. El ruido permanente que aboga el imperio de la civilización del bienestar va cesando en favor de la calma, de la disimulación de preocupaciones, y en estos momentos de sosiego, en mi memoria se aviva el deseo de pervivencia que siempre ha resistido a través de la humanidad, de la sabiduría, de la renovación de aquello que no puede estar mejor, de lo que nunca borra el tiempo.
Así, y con este favor de gracia que permite la literatura, que nos evade de la necesidad de la obra en directo, escribimos la proeza pasada, cercana, inolvidable, en la que unos jóvenes celebraban el encuentro con la metáfora de la vida que son los libros cuando, en un impulso de que quien no arriesga no gana, aquella mañana decidimos acercarlos a una biblioteca para mantener un encuentro con dos escritores de su presente, de sus pensamientos, de sus desvelos.
Puede resultar atrevido pensar que la literatura es fortaleza entre los jóvenes, pero, ay, lo que viví aquellos días me reafirma en que, por encima de la moda, de lo banal, crear, narrar, contar, vivir historias es parte de la esencia del ser humano. Y bajo este pretexto, recibidos como héroes y despedidos como sabios, unidos por su don creativo, Patricia y Roberto impartieron sendas lecciones magistrales de magia, profesionalidad y belleza entre un público expectante y deseoso, formado por cientos de jóvenes que agradecían haber disfrutado de una experiencia desconocida hasta ahora y que tanto bien les asegura.
Por eso, con el permiso de Patricia García-Rojo y de Roberto Santiago, dos maestros de la literatura infantil y juvenil, me atrevo a escribir sobre su generosidad, su cariño por que la siembra siga dando fruto, su buen humor para que la mejor de sus sonrisas presidiera la sala y su paciencia, no negando una pregunta, no negando un autógrafo, no permitiendo una nota desafinada en el discurso paralelo que hay entre sus vidas y sus obras, entre sus recuerdos y la existencia de sus personajes.
Y así, mientras la noche va concluyendo con este recuerdo agradable de la memoria, y cuando todas las señales (la luz, la temperatura, el silencio…) van clamando en favor del final de nuestro día, me acerco a la librería del salón y escojo, con sumo cariño, el libro que mañana llevaré a mis alumnos porque, aunque ellos no lo saben, estas columnas que llevan mi nombre estarán latiendo bajo el peso de sus historias.