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Desde la Bahía

Lo que el arte contagia

La hipocresía se enmascara de amabilidad. Los campos de batalla son ahora las plazas de pueblos y ciudades

Grupos de turistas con su correspondiente guía recorren el museo. La parada se hace necesaria. Estamos nada menos que ante el Cuadro de las lanzas o La rendición de Breda. Se repetirán las voces de siempre: el impresionante realismo de la grupa del caballo, la imperiosa seriedad de las lanzas, el afable gesto del vencedor, la tristeza y fruncido ceño del vencido que intenta la genuflexión que aquel no le permite apoyando la mano sobre su hombro. Breda al fondo. Spínola y Justino de Nassau protagonistas.  Quizás la historia no fue tal como en el cuadro se representa, ya que el pintor se inspiró más en la comedia El sitio de Breda de Calderón de la Barca, que en el guión histórico, más cercano a la realidad. Pero el óleo sobre lienzo no es una pintura inerte, tiene un alma profunda, recia, respetuosa y bella. El general vencido se acerca sumisamente al vencedor que no duda ni un solo momento en bajar de su caballo y recibirle a pie, de tú a tú, tras salir a su encuentro como aceptación de dos hechos fundamentales.  Uno, el enorme respeto que el enemigo le causaba y otro, el reconocimiento de la desmesurada valentía del ejercito vencido, lo que hacía aún más valioso el triunfo de sus tropas. Justino, el general vencido, se retiró  con sus tropas en total orden y con los colores de sus banderas desplegados, orgulloso de la actuación de sus hombres - y la suya - en  el campo de batalla, donde se pierde o se gana, pero manteniendo la dignidad y el acatamiento a la realidad acontecida. En el siglo XXI las armas no son las mismas. El acero ha sido sustituido por el papel. La valentía por el voto, el respeto y la dignidad por el “insultante mitin”. Las lanzas son finas cañas que el viento político las dobla hasta besar el suelo. Los ciudadanos se dividen, soportan, aplauden, se empecinan o se refugian en el escepticismo. Todo es ajeno a los candidatos, menos la aritmética, el número de votos conseguidos, que abre la puerta de la conquista del poder.

La hipocresía se enmascara de amabilidad. Los campos de batalla son ahora las plazas de pueblos y ciudades y hay una medida cronológica exacta del tiempo de combate, ahora sustituido por la empalagosa frase de “campaña electoral”. El día de la gran batalla, de ir a depositar el voto, está señalado muy anticipadamente. El arma, la papeleta, la distribuye el Estado, el ciudadano la carga, más con el tacto qué con la retina, más visceral que cerebralmente, de ahí que el disparo sea muy voluble y la diana cambiante.

Saber perder es tan o más importante que saber ganar. El vencido tiene que “dar la cara”, estar con sus gentes, reordenar su ejército -partido- y reconocer el triunfo del contrario del que a veces se sacan válidas conclusiones.

No es así. Los vientos de la concordia soplan huracanados y en dirección contraria. Los argumentos se buscan en las cloacas del resentimiento. La manipulación en las turbias aguas del pozo de la venganza. El diálogo solidario y democrático es sustituido por la decisión unipersonal. Los colaboradores son la calderilla de la moneda dominante. La “pataleta infantil” es la huida hacia delante de la inferioridad manifiesta. El resultado es imponer una nueva contienda, envidiosa revancha, donde se aprovechan los argumentos y el poder que pueda tenerse para conseguir ventajas más o menos fraudulentas en el próximo combate. Si Ortega viviera diría que es la degeneración política del “yo y mis solas circunstancias”.

Los capitanes de ejército, ahora llamados candidatos, serán agnósticos, ateos o indiferentes, pero no olvidan el Libro Sagrado y en sus arengas ofrecen una vida de bienestar paradisiaca, pero ese paraíso prometido, también - y para ser completo - tiene sus serpientes/comisarios, en la proporción inicial de uno por cada dos personas o ciudadanos, que los que vigilarán y le ofrecerán dadivas, que le secuestrarán su creatividad e iniciativa, no dejando erguirse a nadie por encima del suelo donde reptan. Intentar volar es precipitarse en una caída traumática que dejara secuelas perennes.

El ciudadano español está acostumbrado o resignado a vivir épocas dictatoriales de Gobierno unipersonal. Las dictaduras son disciplinarias e incluso intimidatorias, pero nunca caprichosas o de rabieta infantiloide, pero desde hace varios años estamos viviendo el rodaje y ahora el estreno de este tipo de mandato. Solo puede ser evitable y volver a una verdadera democracia acudiendo al combate, a la votación, aunque el día señalado muestre mil inconvenientes, anule el ocio o dificulte los viajes programados. Si no es posible “correos” tiene la solución, pero sin olvidar que esta vía - como hemos vivido recientemente - está muy expuesta a la senda corrupta.  Y algunos de los más cualificados candidatos no debían de olvidar, que antes de empezar la campaña electoral, le podría ser muy beneficioso ponerse delante del “cuadro de las lanzas”, porque a veces el lienzo puede tener propiedades semejantes al Covid y sería muy deseable que se contagiarán del respeto y la dignidad que la obra de arte desprende.

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