No, no se trata de que no se sepa de acentos. De hecho, si no fuese más que algo ortográfico, con el sencillo “Usos y normas del castellano actual”, de don Manuel Casado, de quien tuve el privilegio de aprender en primero de Periodismo hace más de veinte años, hasta mi hija de Primaria podría darle un cursillo acelerado de sílabas tónicas, átonas, y la tilde en las agudas, las llanas y demás (hiatos y diptongos, en clase aparte).
Ni siquiera se trata de un caso de acento geográfico normal, como esos de quienes por desgraciadamente iletrados simplifican la realidad y catalogan a la gente entre “quienes hablan como yo y quienes hablan de manera diferente a mí”, germen de comportamientos irracionales, algunos de los que he tenido el privilegio de sufrir en Andalucía (porque aquí no hay nadie libre de lanzar de vez en cuando al aire algún que otro canto rodado, por si acierta).
No. Me temo que el suyo es un caso de acento cerebral agudo, un ejemplo de festiva y pública insensatez, con la que los personajes públicos nos honran con cierta asiduidad, que no obstante se constituye en el ejemplo perfecto para, ante el trapo rojo, salir todos a embestir como miuras. Mientras, otros capotes, agitados furiosamente por el viento se mire donde se mire, se tiñen de tonos más de moda. Y aunque la visionaria merece un mesecito en Laponia a ver si le pilla el deje a los renos, no vayamos los moderados a perder el pie por un acento. Siempre podemos adscribirnos a eso de “Yo no hablo mal castellano,… hablo un perfecto andaluz”.