La reciente concesión de dos nuevas estrellas Michelín a restaurantes de la ciudad de Jaén ha encumbrado a la capital más pequeña de la región al trono de la alta cocina de Andalucía, ya que ningún municipio del sur alberga tal número de establecimientos distinguidos con el galardón. Se da la circunstancia, por añadidura, de que los cuatro se concentran en un cuadrilátero tan mínimo que confieren al antiguo arrabal de San Ildefonso la categoría de locus amoenus del buen yantar.
Si Bagá, con Pedrito Sánchez, llegó primero y ya se cuela entre los cuatro o cinco mejores restaurantes de Europa (según algunas de las más prestigiosas clasificaciones gastronómicas), Damajuana, Radis y Malak conceden a nuestra ciudad una sumaria abundancia de virtudes culinarias, cimentadas doblemente en la tradición y en la innovación, sobre la argamasa no negociable y fenicia del aceite de oliva. Y al amparo del conjunto de tabernas, tascas, bares y restaurantes del centro de la ciudad en los que se oficia, de manera casi religiosa, la liturgia festiva del tapeo y la oblación pagana de los fogones.
Me gusta llevar a mis amigos de fuera por las callejas angostas del Jaén catedralicio, y perderlos de cervezas y de vinos en ese desorden o hipérbaton de macetas, blanco y almagre que son las tascas del Arco del Consuelo y Bernardo López, porque así celebramos la vida mientras caminamos sobre la historia compartida. Escribió Italo Calvino que la ciudad está hecha de las relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado, y que aquélla no cuenta su historia, sino que la contiene. Y me gusta cegarlos, cuando ya la noche nos ha alcanzado irremediablemente, con el ascua de piedra del templo que resume nuestras vidas, al salir desde la calle Maestra a la plaza de Santa María. Y encaminarlos hacia el romanticismo flamígero y cálido de la plaza del Pósito tras habernos tomado un vino con nombre de compositor de ópera italiano del XIX (Carlos, el tabernero, que no conoce a mis amigos, está ahora a este lado de la barra y charla amistosamente con ellos, en un paréntesis de jaenerismo clásico, aplaciente y cercano, casi atávico). Y tomarnos la espuela de nuevo en San Ildefonso, donde Fátima corta jamón como si fuera Rostropóvich o Itzhak Perlman, con esa prodigiosa naturalidad (valga el oxímoron) que sólo ha sido concedida a los elegidos; y la taberna, abrigada de chacinas y maderas, parece la revelación de una naturaleza muerta del Museo del Prado o un bodegón de Sánchez Cotán. Nos gusta barnizar de verde la loza en blandas caligrafías que nos recuerdan que sobre este Jaén de siempre se levanta la catedral de la alta cocina andaluza, edificada sobre los óleos del Santo Reino.
Antes de despedirnos, desde las vidrieras góticas, vuelvo a mostrarles el interior del camarín de la Virgen de la Capilla, más rubia y Trastámara que nunca en la madrugada de su basílica.
Mis amigos ya no vienen a Jaén; sino que siempre regresan.