Desde que en octubre de 2021 ALSA se hizo con el servicio de autobuses urbanos de la ciudad —de manera provisional y durante un periodo máximo de dos años— han cambiado muchas cosas, pero no todas las necesarias.
Por aquel entonces, los ciudadanos veníamos de sufrir durante décadas un servicio inadecuado, insuficiente, obsoleto, y actitudes a veces irrespetuosas e incluso chulescas. Recuerdo que a los universitarios se nos trataba frecuentemente como acémilas, y todo el mundo tenía que pasar por la ruleta rusa de unos tornos ilegales, por peligrosos, que luego desmontaban para pasar la ITV, con ingenio de pícaro. Para aquel entonces ya habían desaparecido los carteles de “prohibido escupir”, lo que impedía al usuario expresarse en libertad, pero sí existían hojas de reclamaciones. Los empleados acumulaban frecuentes retrasos en el cobro de sus salarios, y la empresa acabaría siendo condenada por el Juzgado de lo Social y por el TSJA al no pagar a un trabajador, con el popular, llanote y anatómico argumento, esgrimido por un mandamás, de que no le salía de los huevos. Finura. Aristocracia espiritual. Había un consenso generalizado en la ciudad acerca del mal servicio de transporte urbano, pero no se procuraba una solución al problema. El exalcalde Millán, cuando se consumó el cambio de empresa en una suerte de
tiebreak, recibió mensajes en la red con deseos de muerte súbita. Pero aquel contrato no respetaba la legalidad, porque otro exalcalde había renovado, con la frescura que debe de dar gestionar lo que no es de uno, el acuerdo con la concesionaria para veinticinco años más. Por decreto de alcaldía. A dedo. Así, sin convocar el obligatorio concurso público y sin anestesia. Unas fechas antes, la noche electoral, el dueño de los autobuses había estado celebrando en la sede del partido político en cuestión —sin arrobo ni disimulo— la victoria de quienes le iban a prorrogar el contrato. Como ven, cualquier similitud con el Primer Mundo es pura coincidencia.
Cuando llegó ALSA parecía que la ciudad había abandonado el Pleistoceno: los trabajadores comenzaron a cobrar puntualmente, se creó una aplicación para conocer en tiempo real la ubicación de los autobuses, se renovó una cuarta parte de la flota, se reordenaron y fusionaron algunas líneas y se idearon otras, como la nocturna o búho, la de Santa Catalina, la del Arrabalejo… La rapidez con que ALSA implementó el nuevo servicio obligó a que los demás autocares fueran de segunda mano, con intención de sustituirlos paulatinamente, y en unos meses pudo adquirir las quince unidades más nuevas que la anterior empresa había tenido en circulación, más otras cinco o seis con origen en Madrid. Tres buses eléctricos completarían la renovación total de la flota ¡para finales de 2022!, según se anunció en octubre de ese mismo año, pero nadie los ha visto circular jamás.
Oh, magnum mysterium.
La relajación de ALSA ha sido paulatina y evidente durante los últimos meses, y el director de la empresa en el terruño ya no viene a dar ruedas de prensa. Retrasos, falta de información al usuario y una
app que cada día funciona peor. Para colmo, el ayuntamiento ha dejado expirar el plazo provisional de dos años y aún no ha licitado la próxima concesión, para diez. Tampoco parece que tenga mucha prisa, por como caza la perra en privado.
Sospecho varias hipótesis. Solo deseo equivocarme en casi todas.