¿Para esto hemos ganado una guerra?, se lee en la primera carta al director de
La Codorniz, la revista que elevó el absurdo a la categoría de humor. Pablo de Rojas Sánchez-Franco, expulsado de la Iglesia católica en 2019, más linarense que minero, advierte al final de su homilía con el dedo incansable y admonitorio:
Si hay en esta iglesia algún marxista o comunista, será excomulgado de inmediato. No parece muy probable que lo haya. Acaba su perorata con un
¡Arriba España! que estremece hasta el último rincón del templo de juguete, versión abarrocada de
La casa de los horrores.
Como en la Iglesia palmariana, con Franco canonizado y aureolado sobre la cúpula de la basílica, hay aquí un abigarramiento de lo cutre o un zurriburri decorativo que atemoriza a los historiadores del arte. Suena en El Palmar de Troya el
Cara al Sol desde el armonio, victorioso, mientras avanza la procesión de prelados y pasos a ruedas con caras y gestos de no haber leído mucho, porque casi todo se somatiza: los fieles, en una perpetua fascinación, observan y admiran la cabalgata estrafalaria, excesiva y garbancera. En la iglesia de nuestro paisano, la
Pía Unión de San Pablo Apóstol, se habla de aceptar el martirio si los rojos vuelven a liarla, como en los años treinta, y hasta se pide la conversión de los
pérfidos judíos: vale, rezamos por ellos, pero deslizamos lo de
pérfidos, por si acaso necesitamos alguna excusa.
El discurso del susodicho está adelgazado de retórica y cebado de una nostalgia visionaria, como si estuviera dispuesto a enarbolar la rojigualda y la cruz y salir en busca de aventuras por los Campos de Montiel. Pablo de Rojas juguetea a ser obispo y se siente Grande de España y Duque Imperial, pero debería saber que esto no es tan sencillo como un cambio de sexo. Rechaza los pantalones vaqueros por ser cosa de proletarios, y parece querer trocar el amor de Dios en humor divino. La servidumbre (doncella con cofia y mayordomo de pajarita) le sirve el té con reverencia y pasmo en su piso de ochocientos metros cuadrados y estética palaciega. Dice que no reconoce a ningún pontífice posterior a Pío XII y abomina del Concilio Vaticano II. Su reino no es de este tiempo. La realidad superando a Luis García Berlanga.
Tiene un escudero que viene del mundo de la noche, pero no es la noche oscura del alma. También es de Linares, y trabajó como barman en Bilbao. No tiene ademanes ni modales de cura, tan solo la sotana, pero es agitador y experto en cócteles. Su última bomba ha sido conseguir que una comunidad de monjas dudosísimas (¿de qué se ríen tanto?) acepten abandonar la Iglesia católica por una cuestión económica. Decía Chesterton que cuando alguien deja de creer en Dios acaba creyéndose cualquier cosa. Las mujeres del convento de Belorado parecen empeñadas en darle la razón.