“Siempre había querido ser libre”, exclamó con satisfacción en Cannes el director de El padrino (1972), “y con esta película lo he conseguido”.
Efectivamente, Tetro tiene las ventajas y los lastres de quien realiza una obra con el monopolio y sin voz crítica a su alrededor. En ella fluyen en bruto las brillanteces y las aristas del genio.
Coppola cuenta con pasión y con regodeo esteta la historia de un escritor frustrado y desequilibrado (Gallo) que enamora a su psiquiatra (Verdú) y recibe la visita inesperada de su hermano pequeño después de años sin mantener contacto con su familia, perteneciente a una elite artística de ascendencia italiana.
“Quería volver a hacer las películas que me gustaban de joven, al estilo del cine europeo de los años cincuenta y sesenta”, explicó en Cannes, “y así creé mi obra más personal, con la que he aprendido a concerme a mí mismo y a mi familia”.
Coppola no duda en hacer guiños a sus referentes artísticos: Desde Las zapatillas rojas (1949) hasta El hombre de arena, de E.T.A. Hoffmann y la consiguiente traducción operística de Offenbach. Tetro es, ante todo, un ejercicio de autocomplacencia.
Y es que el director italoamericano demostró hace ahora treinta años en este mismo festival que podía armonizar una producción complejísima como Apocalypse Now (1979) y llevarse la Palma de Oro, por lo que ahora se permite volver a la experimentación que tan buenos resultado le dio en La ley de la calle (1983) o en Drácula (1992).
Como en la primera, en Tetro se sirve del blanco y negro con puntuales gotas de color para tamizar más todavía su exquisitez visual. Y como en la segunda, utiliza viejos trucos ópticos para crear una atmósfera envolvente y malsana. Además, de nuevo se centra en la mitificación del vínculo familiar para catalizar sus obsesiones.
“La familia siempre me ha parecido interesante. La amas y la odias, es una relación muy compleja. Las peores guerras son las civiles porque son entre hermanos”, dice Coppola.
Guerra y genealogía han dado pie a lo mejor de Coppola. Tetro es, sin embargo, el primer paso (a falta de estreno en España de su anterior trabajo, Juventud sin juventud) en una nueva senda en la que a veces tropieza. Pero lejos queda ya la etiqueta de encargo que le llevó a hacer títulos como Jack (1996) o Legítima defensa (1997).