Por una serie de circunstancias me tocó un cierto papel en la decisión de organizar la Exposición Universal en Sevilla.
Estando de interventor general del Estado, me llamó el ministro Jaime García Añoveros y me dijo: “Mira, va a venir Manolo Prado y Colón de Carvajal con la pretensión de organizar en Sevilla una Exposición Universal para 1992; viene con la gente del Instituto de Cooperación Iberoamericana y se trata de decir que sí, pero con tranquilidad. Tú sabes que la del 29 estaba programada para más de diez años antes, así que se crea un organismo autónomo con un interventor delegado tuyo y despacio y buena letra”.
Tuvimos la reunión y el subsecretario de Hacienda y los directores generales de Presupuesto y Patrimonio siguieron al pie de la letra la orden, mientras que yo, como sevillano y viendo cuanto de bueno el acontecimiento podía traer a Sevilla y que había que cazarlo al vuelo, preconicé la creación de una Sociedad Estatal, ágil en su funcionamiento, que fue lo que el ministro -que en el fondo quería lo mismo- aceptó.
En esta línea fui nombrado consejero de la Sociedad que se creó entonces para la organización de los actos conmemorativos del Quinto Centenario, luego dedicada exclusivamente a la Expo.
Allí comenzó mi amistad con el futuro comisario Olivencia, quien recién nombrado me eligió para la Dirección General de la Sociedad Estatal organizadora, cargo que desempeñé ininterrumpidamente hasta julio de 1991. Y casi sin solución de continuidad, el Ayuntamiento de Sevilla me designó comisario de la Ciudad de Sevilla para la Exposición, sustituyendo a Jesús Aguirre, y allí me dieron las doce campanadas del cierre del evento el 12 de octubre del emblemático año.
Me atrevo en mi caso a redactar “la crónica del partido” porque desde los tiempos del “evento” en pañales me dejé, como director general de la Organizadora, media vida en su concepción y divulgación.
¡Y mereció la pena! Porque la mereció para Sevilla, para Andalucía y para España.
Vimos a nuestra Sevilla convertida durante seis meses en la ciudad más
universal del mundo, en la ciudad de ciudades. Y vimos cómo aquellos Pirineos en Despeñaperros, que condenaban a Andalucía a una marginación geográfica oclusiva y que dificultaba nuestro turismo, nuestros servicios en general y la salida de nuestra producción agraria, justamente a las puertas del mercado único, desaparecieron en gran parte con los más de mil doscientos nuevos kilómetros de autovías, la primogenitura del AVE, la modernización de los aeropuertos de Almería, Jerez, Málaga y Sevilla, y tantas y tantas obras públicas y restauraciones en el patrimonio histórico y artístico.
Mereció la pena porque no es cierto que aquella atención y aquellas inversiones “nos tocaban ya”; lo que nos tocó fue el gordo de la Expo, la Expo-pretexto, gracias a la cual se adelantaron o inventaron las necesarias pedreas en infraestructuras de toda índole. Un ejemplo: la única carretera que no se desdobló para el noventa y dos fue la Ruta de la Plata que, sin el acicate de la Expo, sólo se ultimó quince años más tarde.
Mereció la pena por la mejora en las expectativas empresariales y en la oferta turística, en número de plazas y en la calidad de los servicios; por la aceleración en los planes de formación del personal; por la difusión nacional e internacional de la programación y del desarrollo de la Muestra, con cerca de veinticuatro mil periodistas como portavoces cualificados; etc., etc.
Mereció la pena para los más de veinte millones de visitantes que, en su aplastante mayoría, alabaron el sorprendente espectáculo “made in Andalucía”.
Cualquier deficiencia en la obtención de los objetivos culturales y económicos a partir del noventa y tresno es imputable al singular acontecimiento, que sí puso las bases para cimentar un futuro distinto para Sevilla y para todo el Sur de España.
El Pabellón de la ciudad sede, cuya espléndida planificación general heredé de mi antecesor, fue un claro exponente de la historia, del presente y de las líneas maestras de la mejor Sevilla.
La ciudad sede y el recinto estuvieron a la altura de las singulares circunstancias; y los sevillanos, con su calor y su presencia masiva y continuada, convirtieron la excelente oportunidad en un gran éxito.
Desde el principio de la preparación del evento me rodeé de un grupo de colaboradores de primera categoría y desarrollamos una tarea profesional a la altura del mismo.
Al frente del equipo, con la memoria imborrable de Juan Antonio García Barquero, estaban, entre otros, Miguel Villegas, con su excepcional conocimiento del mundo del turismo; Julio Cuesta, extraordinario en las técnicas de relaciones externas; Juan Ignacio Jiménez Nieto, fecundo en ideas económicas y organizativas; José Luis Bachero, un prodigio en la traducción simultánea; Pepe Álvarez, excepcional redactor; Manolo Vecino, Paco Rubiales y muchos otros.. Y de telón de fondo, la figura de Antoñita, mi eficaz secretaria, que nos ganaba a todos en optimismo.
Algunos de los eslóganes que recogían este espíritu esperanzado en la celebración y en los
resultados de la Muestra:
- “Expo 92, Andalucía 93”, que trataba de expresar cómo se vertebraba la región con las autovías de Norte a Sur y de Este a Oeste, con el tren de alta velocidad y con la remodelación de los principales aeropuertos, entre otras infraestructuras compartidas entre las diferentes provincias;
- “Expo 92, un reto y una esperanza”, que hacía especial hincapié en la necesidad de sentir el proyecto como una tarea común –el reto- para alcanzar el mejor resultado;
- “Sevilla 92, Andalucía 93”, que buscaba luchar contra las políticas de campanario de algunos dirigentes de otras provincias andaluzas;
- “Sevilla, la ciudad más universal del mundo”, donde con un tono desenfadado, pero con base cierta, se argumentaba cómo, por ejemplo, los tres personajes del escudo de Sevilla eran forasteros con la duda de San Isidoro, mientras que Rómulo y Remo eran de la misma Roma que los llevaba en su enseña; o cómo la Feria de Abril la crearon el vasco Ibarra y el catalán Bonaplata. Todo con la finalidad de animar a los de fuera a venir y, en su caso, a quedarse.
La Expo supuso dotar al privilegiado territorio de una infraestructura y de una clase empresarial -propia y foránea- en línea con el resto del país. Se pusieron las bases de la relación Universidad/Empresas y para muchos sevillanos supuso un cambio importante de mentalidad.
Una muestra de su significado queda reflejada en el saludo que esta mañana recibo de Miguel Villegas sobre el contenido actual del
recinto:
“Hoy hace 30 años, inaugurábamos EXPO 92. Hay que celebrarlo: 536 empresas “White collars”. 24.000 empleados, y 3.000 millones euros producción anual”.
Vayan estas líneas en homenaje y agradecimiento a cuantos la hicieron posible, personificados en la memoria de don Manuel Olivencia y de don Jacinto Pellón.
*Ignacio Montaño fue exdirector general de la Sociedad Estatal y excomisario del pabellón de Sevilla