Una mañana que estábamos de camping en la playa del Botero, cuando nuestros hijos eran pequeños y nosotros no demasiado mayores, la aurora clareaba el gris azulado de la sierra del Retín y el sol despertaba nuestros etílicos y confundidos cerebros. Aún aturdidos por la ingesta de la noche anterior, conforme la bajamar desnudaba arrecifes de terciopelo y las alas del viento despejaban tan bello panorama, los más madrugadores partimos hacia Zahara, intentando absolver la maravilla que nos regalaba tan radiante amanecer.
Descubriendo cada roquedo, asustando a las pequeñas criaturas en sus ‘corrales’, a lo lejos, mi amiga Mariluz vio como los primeros rayos se concentraban en un objeto brillante medio enterrado que delataba la rutilante presencia de algo extraordinario. Algo mágico en aquella playa solitaria. Parecía un acertijo a modo de espejismo que se proyectaba en la franja intermareal, donde cada día el mar se afana por conquistar parte de la tierra. Temerosa de que las uñas de las olas arrastraran nuevamente aquel objeto a la incierta corriente de los mares; intuyendo que se trataba de algo extraordinario, acelerando sus pasos gritaba ¡Una botella! ¡Es una botella! Cuando los demás llegamos, la había limpiado de arena y la acunaba sobre su pecho, como queriendo demostrarle que por fin se había acabado su aislado y solitario periplo transoceánico.
La botella mostraba huellas de pequeñas criaturas marinas que, en su intento de viajar con ella, fueron desplazadas por el batir de las olas; manteniendo impoluto su cuerpo de cristal, augurando que algún día arribaría a una playa de otro hemisferio, de otra latitud, de otro pueblo... Como hicieran milenarios argonautas llevando su cultura allende los mares.
En su interior, un folio algo descolorido por los rayos de sol se movía en la cárcel de cristal que le mantuvo seco. Con exquisito cuidado sacamos la hoja enrollada como un papiro egipcio y, desatando la cinta roja que lo ceñía, leímos con asombro el misterioso mensaje, cual si fuera el plano de un tesoro pirata oculto en una remota isla. Su pausada letra dejaba entrever la paciente tranquilidad de una señora mayor que, en un crucero por el Océano Pacífico, sintió la necesidad de lanzar al mar este mensaje, para que las corrientes llevaran su amistad a cualquier lugar del mundo, con la promesa de visitar el pueblo o la ciudad desde donde recibiera contestación.
Enviando respuesta a la remitente, su presencia no se hizo esperar. Ese mismo año, dos señoras de aspecto apacible y bondadoso cumplían la promesa de visitar aquel trocito de “playa barbateña”, que denominaron, como su particular “santuario de la amistad”. Allí unieron sus corazones con las familias de: J. Sevilla, M. Ruiz, A. Alba, M.Varo, J. Bollo, J. Frijón, J.Rendón, M. Repeto, M. Vélez y A. Burgos, igualmente emocionados.
En tan corta estancia, les mostramos nuestro entorno, cultura, manera de sentir..., y en la cena homenaje Mia Lelivelt, 77 años, de nacionalidad holandesa, después de efusivos y cariñoso abrazos, a través de su amiga Lidia Nossent, guatemalteca de 67 años, que le sirviera de intérprete, dijo que: desde niña, su padre -filántropo comprometido que salvara a muchos judíos de las garras del nazismo-, le inculcó que los seres humanos eran iguales. Desde entonces, soñaba con este mágico encuentro, porque pensaba que “la vida es como una botella flotando en los mares, donde los vientos y las mareas marcan el rumbo de su destino”. Hace cuatro meses recibimos la noticia que la encantadora Señora Mia, se había marchado en su último viaje astral. Esperamos que allá donde te encuentre reciba nuestro cariñoso mensaje ¡Hasta siempre Mía!