Muerte de un niño de 9 años

Publicado: 16/05/2018
Autor

Rafael Fenoy

Rafael Fenoy se define entrado en años, aunque, a pesar de ello, no deja de estar sorprendido cada día

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La mañana de su muerte este niño llevó su mochila cargada de libros y sueños a ese colegio y en su imaginación infantil anhelaba participar con sus compañeros
Muerte. Palabra grave, rotunda, amarga. Más, cuando a los pocos años de vida llega y, más aún, cuando el motivo de desaparecer de esta vida es tan irresponsable, tan caprichoso, tan injustificable. Para quien ya no está entre los vivos sólo es posible mantener su recuerdo, entre quienes le conocieron y amaron. El nuevo capítulo que comienza en las vidas de esas personas se inicia con mucha amargura. Y la responsabilidad de la muerte de quienes, por sinrazones incomprensibles, la provocaron, se reparte en dos balanzas igualmente envenenadas. El nefasto acontecimiento actúa como consecuencia tanto de segar una vida en ciernes, como de producir un dolor incalculable en otras vidas.  Y ahora la justicia será invocada cual diosa sanadora de enormes tajos producidos, en lo más profundo de la afectividad de quienes convivieron y amaron a ese niño, por la irresponsabilidad de las personas que tripulaban la embarcación asesina.

Quienes materializaron el óbito del pequeño, les debe quedar un amargo sentimiento de por vida. Y deben ser conscientes del inmenso daño que ha causado su conducta. Porque se sabe con seguridad, por las múltiples testificales, cómo ocurrió tan lamentable hecho, pero los autores deben comprender el alcance del daño producido.

Este niño además de ser querido y amado por sus progenitores y familiares, además convivía con el vecindario y asistía a un colegio, en su barriada. La mañana de su muerte este niño llevó su mochila cargada de libros y sueños a ese colegio y en su imaginación infantil anhelaba participar junto a sus compañeros en los momentos más interesantes de clase o en el recreo. Nada le indicaría que esa tarde, a las 5 de la tarde, su vida se le escaparía de esa forma tan absurda, tan sin sentido, si es que la muerte violenta tiene alguno.

La mañana siguiente, además de una familia y amistades destrozadas por el dolor y la impotencia, se le suma su silla y su mesa vacías en la clase que frecuentaba. Y otros niños y niñas, con los que compartía la escuela, estarán atónitos ante esa terrible y definitiva ausencia. Su amigo, su compañero, ya no estará más con ellos. Pretender abarcar con el pensamiento las enormes consecuencias de esta muerte es una obra titánica, inhumana, porque inhumanas son las consecuencias de esa barbarie. El tiempo de la justicia llegará, pero nada hará que regrese a nosotros esa criatura. Quedará dolor. Se precisa restitución y remordimiento, de suerte que si a lo largo de su existencia, los autores de la muerte del inocente, tuvieran opciones para ofrecer sus vidas en la mejorar de la vida de sus semejantes, buena cosa harían, para mostrar una voluntad restitutiva y, por qué no, por su propia salud mental. Marcos dice: “Y cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera si le hubieran atado al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y lo hubieran echado al mar”. Y no es un texto vengativo, sino más bien compasivo.

Fdo Rafael Fenoy Rico

 

 

 

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