Corrían los años cuarenta. El olor alquitranado de ancla, amarras, corchos y redes, contrarrestaba los efluvios penetrantes de la ‘Fábrica de Guano’ que envolvían al pueblo cuando soplaba el viento del Tajo que, por esas fechas cercanas al mes de mayo, era un día sí y otro también. El sol alargaba sus horas orbitales y la bahía se vestía de un verde turquesa que iluminaba el horizonte. Era la anunciación que imponía la época de almadraba y con ella llegaba la retahíla de palabras distintas a las que a diario se oían en el pueblo. Los dejillos y perífrasis de la ‘Higuerita’, Lepe y Ayamonte, que con sonoras cantinelas potenciaba el ‘Ajeíran’ conileño, convertía en profundos matices, más que palabras, el variopinto acento que inundaba calles, bares y pescaderías.
Las criaturas del río eran perseguidas y capturadas por ‘Herodes de las bajamares’ que, aunque no hacía peligrar la supervivencia, ya que las condiciones de la zona intermareal de su estuario les protegía, debido a las constantes extracciones, mermaban si no su calidad, sí su tamaño. Los dichos de los pescadores cuyo sustento dependían del río, cada año era el mismo: “Los leperos ya han llegao, se acabaron los cangrejos, camarones y leguaos”.
A pesar de la abundancia de olores y sabores que inundaba el pueblo, contemplar los domingos mañaneros la ‘Banda Municipal’ interpretando pasodobles en el templete de la plaza de abastos o la acera del Bar Mejía; ver heroicos encuentros del Barbate C.F. en las ‘Casetas del Río’ o terminar gastando las suelas en el intento de conquistar los amores de aquellas jovencitas de faldas plisadas; acababan la jornada dominical. El pito de la Chanca, las sirenas de las fábricas de conserva y el “zafa y arria” de los marineros, daría paso a una nueva jornada laboral en el pueblecito de vientos y mareas.
Pero aquel domingo sería muy distinto. Esa noche nadie tendría que ir con banquetes de corcho y sillas de anea a sentarse bajo el relente en las plazas ‘Perico el del Villar’, ‘el Tato’ o los ‘Seis Grifos’, a contemplar las escenas que se sucedían en aquellas sábana blanca movida por el viento, donde solo quedaba grabada como tres flechas comanche la palabra “FIN”. Ese domingo, desde muy tempranas horas, en la cartelera que colgaba de la fachada del Bar Revuelta se anunciaba “Fort Apache”. Y los aprendices a cinéfilos tendrían la oportunidad de ver por primera vez escenas del séptimo arte en una reposada butaca que, aunque de madera, era tan confortable como el mejor sofá. El mágico haz de luz que desde el cielo se proyectara en aquella pantalla donde todo cabía, hacia revivir imágenes, aventuras, sueños, y el intenso y apasionado beso de John Wayne y Shisley Temple, que sería compañero de sueños de muchos jóvenes.
Desde hace unos días que te viera cercado con vallas, de nuevo me llega el mismo recuerdo que, por desgracia, se han venido repitiendo tres veces ya, y que por arte de ‘birlibisloque’ han coincidido con tres Elecciones Municipales. Esperemos que a la tercera sea la vencida. De todas las maneras me guastaría saber, para no perderme esta singular tercera reapertura, dónde compro las entradas.