Desde que, durante la Guerra de la Independencia, los franceses asaltaron la botica de Manuel Rueda y liberaron de las redomas, a mala leche, un buen manojo de bichas o culebras, sembrando el pánico en el barrio de San Ildefonso, no se había oído tanto alboroto en la calle Hurtado como el pasado lunes. Los franceses de Pepe Botella se fueron haciendo el mal, “por no hacer mudanza en su costumbre”, y los manifestantes rojigualdos y jahencianos tratan ahora de evitar que el presidente de España regrese al sillón de la Moncloa con intenciones similares. Si el acto de ayer en la plaza de Santa María fue el reflejo cívico del clamor de un amplio segmento de la sociedad ante las barbaridades del acta conyugal de Junts y el PSOE, la del lunes fue más bien una marcha ideológica e impulsiva, sin permiso y al margen de las normas.
Ignacio Camacho, de ABC, ha afirmado en varias ocasiones que a la derecha democrática no se le da bien esto de manifestarse en la calle, porque la izquierda le lleva muchos años de ventaja y porque, además, estas prácticas no van con su carisma, y se le cuelan en tribuna grupos de animación de fondo sur. En el viejo La Victoria, la grada cubierta siempre ha animado batiendo palmas rítmicamente, nada de desgañitarse. Es verdad que hay una derecha, afortunadamente residual, de chaqueta Bomber, bufanda con reptiles, bengalas y gritos desaforados (lo hemos visto en Ferraz, incluso hubo una demo por aquí el pasado viernes), pero la nuestra es una ciudad verdaderamente pacífica, y las señoras que gritaban el otro día contra el presidente adoptaban en sus improperios un tono, mal que bien, entre gregoriano y operístico. Destemplado está ese laúd. Si seremos pacíficos que no nos rebelamos contra el ninguneo político, acaso porque nuestro abuelo votó las mismas siglas con que nos desprecian. Y las seguimos votando irracionalmente. Hasta los miembros de la Junta Suprema, la que debía proteger la ciudad de los franceses en el XIX, salió por piernas de la ciudad, excepción honrosa del chantre Garma. Lo hincharon a azotes. Estoy pensando que esto podría haber sido más traición o cobardía que pacifismo.
Si el rey felón, Fernando VII, consiguió resucitar la abolida Inquisición tras acceder al trono, Pedro Sánchez quiere derogar de facto la separación de poderes, ante el escándalo de jueces, de fiscales, de Felipe, de Alfonso y de toda la España crítica. Y si los Austrias tuvieron clarito que los matrimonios de conveniencia acabarían siendo más rentables que la guerra para la buena marcha del negocio, nuestro primer ministro envió a su alcahuete a Flandes para, perdida la contienda electoral, poder consumar la coyunda. Porque, como escribió quizá el rey de Hungría sobre el Habsburgo, “los reinos que a otros otorga Marte, a ti te los concede Venus”.