La ciudad de Jaén vivió su época más luminosa durante el siglo XVI. Cuando el paisajista flamenco Anton van den Wingaerden llega a la capital del Santo Reino en 1567, por encargo de Felipe II, retrata una ciudad-fortaleza (torreada y “reptilínea”, sierpe de cal y manantiales) que había experimentado un auge demográfico muy notable desde la conquista de Granada, porque ya sí era un lugar seguro en el que prosperar. Jaén formaba parte del selecto grupo de municipios con voto en Cortes en la primera potencia mundial del momento, y en sus talleres florecía una singular escuela de escultura con identidad propia. La decisión de levantar un templo grandioso, corona de la diócesis, estaba tomada, porque ya no existía la amenaza incendiaria de las razias de los nazaríes granadinos. Al poco tiempo llegaría el cambio de criterio estético y las novísimas trazas góticas serían sustituidas por una nueva concepción arquitectónica “a lo romano”. Con razón Roma y amor tienen las mismas letras, debía de haber pensado el cardenal Merino en sus paseos por la ribera del Tíber. Su argumento de que el nuevo cimborrio gótico estaba en ruina y había que derribarlo no les cuadra a algunos historiadores. Sonaba a excusa para diseñar un joyel renacentista para la Verónica: o sea, para el Santo Rostro.
Ya se habían celebrado las exequias fúnebres a Vandelvira, inhumado con su túnica de la Vera-Cruz, primeriza de los franciscanos; ya se había rematado con pericia sobrenatural (¿milagro o locura?) la mejor sacristía de Europa, Galera Andreu dixit; los agustinos estaban a punto de entrar en la ciudad para intentar crear, de extranjis, un centro de estudios universitarios a imitación de los de Salamanca o Alcalá; y en Sevilla, Puerto de Indias, el conde de Barajas había dispuesto, pocos años antes, todo lo necesario para crear el jardín público más antiguo de Europa, con sus columnas romanas de la calle de los Mármoles y sus esculturas flamantes de Hércules y Julio César. Fue entonces cuando en la Jaén renacentista, a la que aún no había llegado Cervantes aquella Semana Santa en la que conoció y veneró la Cara de Dios, el concejo decide ordenar un espacio para paseo y recreo de vecinos, plantando álamos y ordenando su naturaleza, con vistas a una Arcadia de serranías azules, moredas, vides y olivares, a una ciudad encastillada en cuyo corazón medieval se oían las voces de los obreros en los andamios del mediodía de la catedral. La ciudad se rediseñaba en el espejo de las mejores urbes y, en su sencillez secular y sin dramaturgias, se postulaba como vanguardia de los reinos de Andalucía.
La reciente polémica sobre este espacio (inscrito en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz y parte del BIC que es el casco histórico) nace porque se prevé crear un acceso al tráfico rodado a través de un lateral de los jardines, dañando parte de los mismos, para dar entrada al nuevo centro de salud. Es posible que todos los papeles estén en orden y todas las licencias concedidas. Es posible también que no haya demasiado interés en modificar el proyecto inicial, aunque las circunstancias sean distintas, ya que ahora se conoce la opción, muy sensata, de habilitar una vía de servicio alternativa. Tampoco Felipe II, en aquella misma época en que se ordenó la Alameda, quiso cambiar por completo de estrategia tras la muerte de Álvaro Bazán, en su expedición marítima contra Isabel I de Inglaterra, pese a que las coyunturas aconsejaban lo contrario. Medina Sidonia sintió pánico de no seguir los planes del rey Prudente. El destino de la Invencible lo conocemos todos.
Quizá estemos a tiempo de gozar la imprudencia de luchar por la Alameda.